Global Courant
En los inicios del período Giammattei Falla, que hoy está exactamente a cuatro meses de fenecer, se comenzó a promocionar, en visitas a medios de comunicación y en algunas actividades legislativas, el esfuerzo por crear una nueva Ley de Servicio Civil o de Servicio Público, como en aquel momento se le hacía llamar. Se trataba de la enésima iniciativa de su tipo, pero en ese momento abría mayores expectativas por haber figurado dentro del llamado Plan de Innovación y Desarrollo del oficialismo, que a la larga resultó un elefante blanco y sin patas porque muy poco del espíritu de aquellos ofrecimientos se concretó. Y la ley fue parte de los espejismos.
La importancia de formular una nueva norma para regir la evaluación, contratación y régimen de los trabajadores del Estado ha sido resaltada desde hace dos décadas, debido a que la actual data de 1960, con unas cuantas reformas que no alcanzan para actualizarla a las exigencias modernas de eficiencia, cuentadancia y transparencia. En efecto, allí radica el primer valladar para su formulación y avance, porque los congresos y los oficialismos de turno, así como sus bancadas satélites, están plagados de deudas electorales que quieren pagar con plazas a simpatizantes de la campaña, aunque no reúnan las calidades ni las capacidades mínimas.
Una nueva Ley de Servicio Civil implica una actualización de renglones y exigencias de rendimiento. La principal razón ética para justificarla es que todos los cargos públicos se pagan con dinero de los contribuyentes, quienes merecen un Estado funcional y moderno. Por eso no le interesa a la mayoría de diputados y alcaldes, porque se convertiría en un obstáculo para sus contrataciones clientelares.
Es este abierto conflicto de intereses el que origina la resistencia pasiva a una nueva ley para la contratación de empleados públicos que sea consensuada, pero a la vez clara y sólida. El constante interés por las llamadas “plazas fantasma” o simples cargos innecesarios, en el Ejecutivo y el Legislativo, es el gran freno que ningún partido oficial o sus adláteres se atreven a reconocer. Pero existe y cuesta millones de quetzales al año a los guatemaltecos.
Durante la gestión de Jimmy Morales se hizo un supuesto censo de empleados del Estado, el cual se vio retrasado y relegado bajo diversos pretextos. A medida que avanzaron los meses fue perdiendo fuerza la promesa inicial y finalmente ofreció una cifra que se tornó anodina, pues no existió una auditoría real de cargos, necesidades y costos. Algo similar ocurrió desde 2020. La pandemia, que sirvió de pretexto para muchas opacidades, también funcionó como cortina de humo para disipar la atención sobre la iniciativa, que pasó a ser de nuevo un fantasma del que nadie quiso hablar más.
En la actualidad se discute el proyecto de presupuesto para el 2024, que asciende en forma preliminar a Q124 mil millones y con casi Q25 mil millones de deuda pública. Durante los tres años anteriores se ha mantenido la inercia y los pedidos a Santa Claus emitidos por los ministerios y dependencias del Ejecutivo, sin que exista ni siquiera un intento de reclasificación de puestos y salarios. Más del 70% del gasto público se sigue yendo en funcionamiento y otra parte va para los abonos de deuda. La inversión en el desarrollo queda de lado y, como consecuencia, el ciclo de ineficiencia se repite. La ley de servicio público es otra promesa incumplida y una que sale muy cara.